UNA
BOTELLA A LA DERIVA
Una aventura en aguas de Córcega
por Carmen Adell

na botella a la deriva, un cascarón de
nuez, un algo insignificante a merced de las crestas de las olas o de los
poderosos brazos del viento. Sensaciones como ésta son las que se pasan
por tu cabeza cuando, sin previo aviso, el dios Eolo se encabrita y el mar
se revuelve.
Un tranquilo paseo en kayak se convierte
entonces en un apasionado duelo con el gran azul, y surge la paradoja: los
que en tierra nos pasamos la vida soñando en el mar tenemos ahora prisa por
llegar a puerto. La cuarta jornada de mi expedición en Córcega fue ese
duelo.
Esta isla, cuna de Napoleón Bonaparte,
ocupa por su tamaño el cuarto lugar entre todas las del Mediterráneo. El año
que vio nacer al ilustre e insaciable viajero fue también el de su anexión a
Francia: l 769. Jamás han dejado de luchar por una mayor autonomía.
Su parte occidental está ocupada por
montañas peladas e inaccesibles, que descienden en picado hasta el mar. Un
paisaje inhóspito, dominado por el imponente y escarpado pico de Monte
Cinto, el punto más alto de la isla, de 2.170 metros de altura. Las granjas
dispersas por la costa, con sabor a pasado, constituyen los pocos y pequeños
emplazamientos humanos. El invierno es solitario en este rincón del mundo.
La expedición partió de España el 26 de
octubre de 1996, y en la mañana del 27 nuestros kayaks se adentraban en las
aguas corsas. De Cargese a St. Florent por mar en seis días. Trece
kayakistas y dos furgonetas.
En
los tres primeros días de la expedición reinó la calma: el mar era un
charco, y el viento solo nos saludaba con ligeras brisas, tímido y suave. En
la mañana del cuarto día, el anunciado cambio de tiempo nos aconsejó
organizarnos en subgrupos para seguir la expedición. Juan, Sito, Juan
Carlos, Lord Balinton – José se ganó este apodo por su meticulosidad – y yo
nos ponemos en marcha con la primera luz del día. Partimos de Marine de
Busagna, pasado Porto, rumbo Girolata.
Unas nubes rojas y deshilachadas cubren
todo el cielo, y sopla un ligero viento, que suponemos será más intenso en
cuanto sa1gamos de la bahía. Observamos con los prismáticos y vemos el fondo
del mar, a lo lejos, revuelto. Una línea invisible, donde termina la bahía,
divide el mar en dos partes: las calmadas aguas se convierten, de repente,
en un mar agitado. Sabemos que en cuanto crucemos esta línea empezaremos a
bailar.
A media tarde llegamos a la Girolata. Hasta
aquí no hemos tenido grandes problemas. La costa nos protege del viento del
norte. Sólo en el cabo Cenino nos abandona esporádicamente esta protección,
pero pronto estamos de nuevo a resguardo. Lo peor está aún por llegar. De la
Girolata a la punta de Scandola el mar empieza a anunciarnos sus
intenciones. El duelo está a punto de empezar.
Llegados a la punta de Scandola quedamos a
merced del viento que viene del norte, sin protección alguna. La mar es
gruesa y el viento de fuerza 6, con ráfagas de 7 y 8. Está oscureciendo.
Olas de más de dos metros. El duelo es desigual: mis únicas armas son mis
músculos y mi tenacidad.
La cosa se complica. Decidimos
reagruparnos. Todos nos necesitamos. Cae la noche y el viento no ceja en su
empeño, con fuertes ráfagas. Resulta difícil comunicarse: apenas nos oímos.
Seguimos avanzando. Sito vuelca. Intenta dos veces, sin éxito, el
esquimotage. Juan lo ha visto, y acude en su ayuda. El rescate esquimal sí
funciona.
La expedición se ha parado, y mientras
observamos, entre asustados y cansados, las virguerías que intenta hacer
Sito, haciendo gala de una sorprendente serenidad, otro hombre cae al agua.
Es Juan Carlos, y será nuestro meticuloso Lord Balinton quien lo ayude.
Mientras, yo me dedico como puedo a recoger las palas.
Tras este casi esperpéntico capítulo, nos
reagrupamos de nuevo, en forma de balsa, y nos aseguramos de que todos
estamos de nuevo en condiciones de continuar. El mar y el viento siguen
retándonos, y debemos echar mano de nuestros conocimientos para que no se
salgan con la suya.
La noche es muy oscura y da miedo, y
decidimos ponernos las linternas frontales. !qué demonios hago yo aquí! Una
botella a la deriva, un cascarón de nuez, un algo insignificante...
Hemos llegado a la altura de Gargalo. Allí
no podíamos desembarcar. Debíamos llegar a Marine d´Elbo, lugar seguro.
Nuestra pericia con la brújula y el compás debía surtir efecto en la
oscuridad de la noche. Una luz, a lo lejos, parecía decirnos que estábamos
en el buen camino. Pero la duda siempre aparece: ¿será tan solo un pesquero?
Finalmente llegamos.
Efectivamente, la luz nos indicaba el
camino. Alguien nos había visto y nos había ayudado a llegar a puerto. Era
un catamarán varado en la playa. Su propietario, atónito, no daba crédito a
lo que había visto. El simple hecho de llegar donde queríamos es motivo de
celebración.
Estábamos empapados. Ropa seca, una buena
cena y el ansiado descanso. Mañana será otro día.

Marine d'Elbo, nuestros kayaks descansan,
vigilados por el catamarán
FOTOS DEL VIAJE

©
Texto y fotos: Carmen Adell |