oy es
un día como tantos otros. Te levantas cuando el despertador cumple con el cometido para
el que fue fabricado, sin tener conciencia de lo mucho que en ocasiones puede llegar a ser
odiado. Nada más despejarte de los últimos jirones del largo sueño, un pensamiento va
tomando forma en tu mente: "Dentro de unas horas debo hacer una inmersión con dos
buceadores noveles". Al principio, mientras tomas el café, esa idea gira alrededor
de otras menos importantes y, como por arte de magia, de repente te das cuenta de su
verdadera trascendencia y una amalgama de negros nubarrones te ofuscan los sentidos. Como
quiera que no es la primera vez que te enfrentas a ellos, intentas dominarlos al tiempo
que preparas cuidadosamente el equipo de inmersión, el mismo que tan sólo unas horas
antes habías colgado de la percha de la pileta, después de desalarlo; y para cuando tu
coche aparca en el muelle del puerto y ves como la mar se halla en pura calma chicha, te
has resignado a lidiar con el toro que te ha tocado en suerte este día.
Al fondo, entre las casitas de pescadores, observas que dos
personas de expresión risueña avanzan con pesadas botellas de aire comprimido en
dirección a tu barco. Para ellos es toda una aventura; va ha ser su primera inmersión en
el pecio más bonito y profundo del Golfo de Bizkaia, el Mina Mari, aquel carbonero que
veinte años atrás no pudo soportar por más tiempo el peso del fruto de la tierra en sus
entrañas y decidió ser morada y refugio de los peces a 38 metros de fondo, allí donde
el cabo Matxitxako se deja vencer por la dorada arena de las profundidades. Y tu pensando
en los peligros que una inmersión tan profunda puede acarrear a tus pupilos. Y Peio sin
aparecer; maldices su falta de puntualidad mientras ofreces a los dos submarinistas la
mejor de tus sonrisas forzadas. !Maldita sea su estampa¡, te dices, no sabes muy bien
para qué has contratado un monitor que siempre te deja tirado en el momento más
delicado. Se ha perdido el respeto a los instructores; algo falla en la jerarquía de los
Urinautas.
Al fin, cuando el motor diesel del Gau Txori ha alcanzado la
temperatura idónea y la radio dice aquello de "mar de fondo poco significativa en el
Cantábrico, viento Sur rolando al Sudeste, visibilidad media por aguaceros
intermitentes", ves a tu amigo Peio correr hacia el barco, sudoroso, encogiéndose de
hombros y mirándote con aquella expresión de cordero degollado en los ojos, como si
llegase tarde por haber estado salvando al mundo de incontables peligros. En el fondo eres
un blando y tan sólo saludas con un pequeño gesto recriminatorio , porque él ya sabe
que sin su ayuda, sin el férreo marcaje al que debe someter a uno de los alumnos, esta
inmersión sería muy complicada; no puedes ocuparte de ambos.
Veinte minutos y tres millas más tarde, das a los novatos las
últimas instrucciones de seguridad y mandas a Peio a las profundidades, con el propósito
de afianzar el arpeo en alguna de las chapas carcomidas del pecio; la sola idea de que el
ancla pueda soltarse mientras estáis los cuatro allí abajo y el barco comience a garrear
a la deriva, te provoca una gélida caricia en la espalda. La boya de descompresión ya ha
emergido; Peio a cumplido fielmente con su primera labor. Paras la máquina y te lanzas al
agua con tus alumnos por la amura de sotavento. Señal de conformidad, descendéis, abajo.
A medida que la silueta del Mina Mari va pasando de la sombra
informe al pecio definido, te vas dando cuenta de que tus nuevos compañeros de inmersión
lo hacen mejor de lo que esperabas. Os dividís en dos parejas, aunque permanecéis
prácticamente juntos y comienza así el fantástico recorrido del pecio. Por lo que pueda
suceder estás muy alerta, cualquier imprevisto puede ser fatal; uno que se pierde entre
los mamparos del barco; un enganchón tonto; una escotilla que aunque es imposible que se
cierre por el óxido acumulado durante años, sin embargo, cosas más raras se han visto,
se cierra tras de ti y te deja atrapado en la mortal oscuridad de un camarote
herrumbroso. Todo ello pasa por tu mente, de proa a popa, de babor a estribor, en tanto
dos langostas te observan absortas desde sus tanas artificiales y un enorme pez luna se
acerca para investigar a esos peces tan raros que sueltan burbujas hacia arriba.
Y
entonces, alguien conocido se une al grupo saliendo de su refugio en la chimenea del
pecio, es Aingira, el congrio de treinta kilos y dos metros de longitud que llevas
alimentando desde hace años, inmersión tras inmersión. Sacas de la funda de plástico
el pulpo congelado que guardabas para él en la nevera y el animal lo coge suavemente de
la palma de tu mano, para, acto seguido, volverse boca arriba esperando esa caricia en el
vientre con que siempre le regalas y que tanto le gusta. Aingira debe pensar que eres un
maestro de este arte y no sabe que te entrenas todos los días rascándole la barriga a
Otsaburu, tu Pastor Alemán. Ellos tampoco lo saben, sí, tus dos alumnos, a los que casi
se les cae el regulador de la boca de la sonrisa de felices idiotas que muestran sus
semblantes, donde la capucha de neopreno no tapa las facciones. Y entonces sientes que
todas tus preocupaciones se disipan. Pero la magia se acaba ya que las botellas llegan a
su fin.
Cuando os sentáis ante el humeante marmitako que Felisa, la mujer
de las mil arrugas en el rostro, te prepara como si fueses su marido, aquel arrantzale que
zarpó un día para morir en una tormenta en Terranova, tus alumnos te bombardean a
preguntas, alucinados como están de que seas capaz de dominar a un monstruo del tamaño
de Aingira y juguetear con él. Entonces les cuentas que no es un congrio macho, sino
hembra, y que las leyendas de los pescadores del lugar cuentan que el Mina Mari se hundió
porque una lamia del mar provocó una tempestad al peinar su dorada cabellera con un peine
de oro; y desde entonces habita en su seno, condenada a vivir eternamente como un congrio
hembra por haber ahogado a la tripulación del carbonero, y tú, que eres compasivo, haces
más llevadera su desgracia. Todos miran a Felisa, quien asiente seria, como si no hubiese
mayor verdad bajo los cielos.
Por la tarde, tras desalar los trajes de buceo, vas al cine con tu
novia, Rosa y Peio, que para estas cuestiones nunca llega tarde, y de paso te informa de
la inmersión planificada para el día siguiente. Desde luego eliges bien; la película es
un rollo fenomenal, y van tres en sólo diez días. Menos mal que la noche es larga y los
bares están abiertos hasta tarde.
Hoy es un día como tantos otros. Te levantas cuando
el despertador cumple con el cometido para el que fue fabricado, sin tener conciencia de
lo mucho que en ocasiones puede llegar a ser odiado. Nada más despejarte de los últimos
jirones del largo sueño, un pensamiento va tomando forma en tu mente: "Dentro de
unas horas debo hacer inmersión con tres buceadores noveles". Al principio piensas
en la posibilidad de que Peio no llegue a tiempo, o que sencillamente no aparezca, y en
los imprevistos que pueden surgir de una situación así, pero si te calmas y tomas tu
café sorbo a sorbo al tiempo que le rascas la tripa a Otsaburu, caerás en la cuenta de
que Aingira estará allí, como día tras día desde hace once largos años para sacarte
las castañas del fuego.

© Texto: Xabier
Armendáriz