l
13 de febrero de 1885, la baja de Gando iba a ser una vez más en pocos
meses, el verdugo de un vapor trasatlántico de las mayores dimensiones de
aquellos que por entonces frecuentaban el Puerto grancanario. Sobre las
cuatro de la tarde, la voz del vigía de La Isleta anunciaba el hundimiento
del Alfonso XII, un barco que por sexta vez visitaba la isla, propiedad de
la Compañía Trasatlántica.
El Alfonso XII había sido construido por la "Wm.Denny,Hermanos"
en el astillero escocés de Dumbarton. Tenía algo más de 110 metros de
eslora, 11 metros de manga y 8,57 de puntal, con 3.000 toneladas de arqueo,
y desarrollaba una marcha de 14 nudos. Su precio, 14 millones de reales,
daba una idea de lo colosal de aquella máquina que hoy yace bajo las aguas
de Gando, y explica el por qué despertaba la admiración popular, además
de por la vistosidad de sus tres palos y un mascarón de proa con una
alegoría al monarca del que tomaba el nombre.
El vapor de la Compañía Trasatlántica tenía
capacidad para 244 pasajeros además del espacio de la tripulación, y en el
momento de su hundimiento transportaba a 280 personas. La rápida
intervención de los pescadores de la zona hizo que no hubiera que lamentar
desgracias personales. Sin embargo, la leyenda se ceñiría sobre el Alfonso
XII por una cuestión que llenó de sueños a los habitantes de esta isla.
En el momento de su hundimiento, el barco transportaba diez cajas de oro de
las que posteriormente se recuperarían nueve a cargo de los buzos
contratados por la compañía.
No hacía mucho tiempo que los pasajeros habían
embarcado cuando sintieron que la campana del barco los llamaba al comedor.
Sin embargo, el espacio transcurrido entre que el capitán acudió a comer y
el accidente, fue de pocos minutos. La prensa de la época destacó que el
tiempo "era bonacible", aunque ello no fue óbice para que la base
del barco resonara con un estremecedor crujido a tenor de los testimonios
que pudieron recogerse entonces, e iniciara lo que iba a ser el fin sobre el
mar del vapor de la Trasatlántica.
Bastaron seis segundos, los que duró el crujido,
para que el pánico cundiera entre el pasaje. Hombres, mujeres y niños se
abalanzaban sobre los botes salvavidas con la única meta de salvar sus
vidas, sin hacer caso de las indicaciones del capitán que pedía serenidad
a los ocupantes del barco. Los desesperados navegantes no atendieron ni
siquiera a las amenazas del responsable del vapor y desordenadamente se
hacían como podían con los salvavidas, unos sobre otros, corriendo de un
lado a otro, aumentando aún más la confusión reinante.
Tras el roce, el barco retrocedió de forma violenta
para seguidamente inclinarse de proa mientras el agua inundaba la bodega, y
aún pese a su masa, se mantuvo a flote unos cincuenta minutos que fueron
insuficientes para poder salvar todos los enseres de cada uno de los
pasajeros. Entre la confusión, el Alfonso XII seguía inclinándose de proa
cuando llegaron los barquillos de los pescadores de Gando a ayudar a quienes
en medio de su deseo de salvarse habían optado por lanzarse al agua con
cualquier cosa que flotase entre sus manos. Apenas habían pasado cuatro
meses desde que en aquella zona se hundiera el Ville de Para.
Tan pronto como la casa consignataria tuvo noticias
del siniestro, el Marqués de Comillas, propietario de la misma, se dirigió
al agente de la compañía en Las Palmas, el señor Ripoche, en un telegrama
que decía: "Disponga usted de acuerdo con el capitán del buque y las
autoridades de Marina, que se hagan de inmediato por cuenta de la compañía
todos los esfuerzos humanamente posibles para salvar la correspondencia en
primer lugar, y en segundo los caudales y la mercancía. Mande a hacer un
reconocimiento minucioso del sitio del naufragio en vapor o embarcación
disponible que, a cualquier precio, mandará al punto a fletar. Si hay
posibilidad aunque sea remota de salvar el casco del Alfonso XII, proceda
inmediatamente a los trabajos preparatorio sin omitir gastos".
Técnicos y buzos llegaron desde Cádiz para el
empeño del Marqués de Comillas. Había pasado una semana del hundimiento y
los ciudadanos aún no podían explicarse que extraña maldición se había
cernido sobre la costa grancanaria, puesto que la Baja de Gando figuraba en
los mapas como uno de los escollos a salvar a la salida del Puerto. El
desastre sirvió incluso para que en Tenerife se desprestigiara el Puerto
grancanario.
Pero el esfuerzo de los buzos fue estéril y la
leyenda de las cajas de oro se extendió por la ciudad alimentando tertulias
de bochinches y plazas. Tal fue su repercusión que nuevos buzos, esta vez
llegados de Inglaterra, arribaron al Puerto para sacar las cajas de oro,
ordenando el propietario que, si era preciso, el trasatlántico fuera
dinamitado para poder acceder a él.
Así fue, y por ese hueco, los buzos sacaron nueve
de las diez cajas de oro. La décima no fue encontrada y eso sirvió para
alimentar la fantasía popular e incrementar el número de buscadores de oro
improvisados, que osaban acercarse al Alfonso XII con los más variados
sistemas de detección. Platos, tazas, faroles, campanas, camafeos, y alguna
que otra joya componen desde entonces las vitrinas de más de un buceador
que ha logrado acceder al Alfonso XII, por debajo de la cota -40.