Menorca: Magia de cristal
    soplado 
    Por Fco. José Echeverría
      
    
      uando se llega a Menorca se espera encontrar lo que venden las agencias de
    turismo sobre la isla: playas, paz y tranquilidad. Atributos más que suficientes para
    colmar las expectativas del recién llegado. Pero si se profundiza algo más en el
    carácter de la isla y de sus habitantes, se llega a la conclusión de que esas
    expectativas se quedan muy cortas comparándolas con lo que uno encuentra. Es el último
    rincón virgen del Mediterráneo, que no ha sucumbido a la tentación de perder su
    identidad a cambio del dinero que proporciona la explotación turística indiscriminada.
      
    Así, todavía es posible encontrar playas donde
    los pinos llegan al borde del mar, sin que un solo edificio a la vista nos recuerde en que
    siglo vivimos. Playas sin vestigio de civilización, a las que hay que llegar atravesando
    a pie un frondoso bosque que insinúa estar cargado de vida. En estos bosques aún se
    pueden contemplar espectáculos naturales hoy reservados a los documentales de National
    Geographic.  
    
     Pero Menorca tiene un elemento que le da toda su vida. Lo que
    aparentemente le separa del resto del mundo es lo que le aporta su mayor valor: el agua.
    Ese agua de un color que desde fuera hace dudar si es azul reflejo del cielo o verde
    desprendido de la vegetación. Ese agua que se hace invisible y que te permite ver los
    pececillos que pasean entre los pies cuando caminas por su orilla. Ese agua que engaña,
    que desaparece y que hace parecer que vuelan la embarcaciones que fondean en sus calas.
    Ese agua es un tesoro para los que tenemos el privilegio de entrar en ella por algunos
    minutos. Desde dentro tiene una luminosidad espectacular. El paisaje que se extiende bajo
    la superficie combina ordenadamente cuatro de los elementos mas bellos bajo el agua:
    praderas de posidonia verde, fondos de arena de un blanco resplandeciente, rocas tapizadas
    de vida multicolor y cuevas que nos invitan a llegar al corazón de la isla.  
    
     Esas cuevas son el resultado de millones de
    años de un trabajo lento, aunque no silencioso de la Tramontana que domina estos parajes.
    El viento del Norte sopla el cristal de las aguas, creando figuras que realzan su belleza
    como si fuese un artesano soplando vidrio de Murano.  
     
     
     
    © Fco. José Echeverría
     |